La voz del espejo
Yo era el conserje del viejo teatro Ámbar, ese que cerraron hace años, cuando los espectáculos dejaron de importar en esta ciudad demasiado ocupada. Nadie subía al escenario desde hacía más de una década, hasta que llegó ella. No sé su nombre verdadero, pero una noche de marzo firmó “Valentina” en el libro de visitas, como si todavía fuera obligatorio registrarse.
La vi llegar cada viernes, justo a las siete. Entraba con una libreta roja y una bolsa de lona, caminaba recto hacia el escenario, y no hablaba con nadie. Yo me limitaba a quedarme en mi rincón, a veces con la radio encendida en volumen bajo, vigilando que no se cayera alguna tabla suelta.
Una noche olvidó su libreta en el camerino. No es que uno deba husmear, pero a veces los secretos se dejan solos, como un gato que duerme en una silla ajena.
La libreta tenía una tapa rota y en la primera página decía, con tinta azul:
“Si alguna vez alguien me descubre, no sabré si huir o cantar más fuerte.”
Leí solo una parte, lo juro. Había ensayos escritos, dibujos de pasos de danza, letras de canciones inventadas, y una frase subrayada mil veces: “Esto es mío, aunque no me crean capaz.”
Una noche escuché aplausos. No era yo. Tampoco había nadie más. Me asomé desde el telón. Ella danzaba frente a un espejo rajado que alguna vez usaron para los ensayos de maquillaje. Cantaba con los ojos cerrados, como si en vez de paredes hubiese un público entero.
Tenía un objeto colgado al cuello. Un colgante extraño, era como una llave torcida, sin cerradura evidente. Lo tocaba antes de cada canción. No supe si era superstición o parte del ritual de alguien que vive en su secreto.
Un día me animé a hablarle. Le pregunté:
—¿Por qué venís siempre sola?
Ella me miró como si yo hubiera pronunciado una palabra sagrada. Y me dijo:
—Porque este lugar es el único que no me dice “eso no es para vos”.
Luego volvió al escenario. Cantó con lágrimas. Bailó como si alguien la mirara por primera vez.
Desde entonces, cuando alguien me pregunta si alguna vez vi a una estrella antes de nacer, yo digo que sí. Y que ensayaba en un teatro vacío, con una llave torcida y un diario lleno de sueños que nadie debía leer.
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